Ayer, por la tarde, sentí una serie de sensaciones distintas pero concluyentes, estábamos celebrando el final del verano y hoy lunes daba comienzo el otoño. El otoño social, pero otoño a fin de cuentas.
Las fechas y la sociedad la hemos domesticado a través del calendario escolar, y con la llegada de las vacaciones de verano, las familias, comienzan a sentir una conjunción de sensaciones en las que pretenden encontrar, soluciones para el tiempo que ahora tendrán que dedicar a los niños, y eso, se lo aseguro, no resulta fácil cuando ambos progenitores trabajan, y eso, cuando se dispone de ese escaso bien, resulta cuando menos problemático, confuso y, porqué no, también divertido.
Los campamentos de verano, las actividades de barrio o los amigos del club social de turno, son la panacea sustancial para resolver el problema, pero por encima de todos ellos están, cuando la edad lo permite, los abuelos. Lo cierto es que de una manera u otra, las vidas de todos los ciudadanos en edad de procrear, o mejor dicho lo que han ejercido para ello de forma fructuosa, se enfrentan a un reto completo, que se va sustanciando casi día a día entre esos últimos de junio y los primeros de septiembre, siempre coincidiendo, por supuesto, con fines de semana.
Ese periodo, este año, ha llegado a su fin y ayer asistía a una de esas fiestas de fin de verano en las que se pretende mostrar la dedicación que han tenido todos esos, vamos a llamar, «alternativos», que a su vez colaboraron por unos cuantos euros en completar el tiempo de cada día en el que estaban bajo su cuidado. realmente, siempre resulta, como diría Jesulín, en dos palabras, «de»,»sastroso».
Uno pretende ver el espectáculo con cierto grado de «amplitud de miras», pero lo cierto es que todas se frustran, salvo cuando aparece esa criatura que no se sabe porqué, resulta que es la única que lo hace bien, ( 🙄 ah…, ahí está mi….), aunque estoy seguro, creo, que el mismo pensamiento lo tienen el resto de los asistentes, cuando aparecen los suyos, pero si hay una cosa que me llama la atención, y es la cantidad de niños que había en el centro, ciertamente no lo parecía durante estos dos meses, es como si hubieran tocado la flauta de Hamelín y tras numerosas esperas damos paso a la benevolencia con la que recibimos su espectáculo y ofrecemos nuestros aplausos.
Pero incluso ese acto, con decenas de finales ocurrentes, tiene un momento, en que llega a su fín y las familias se van retrayendo, pues es una tarde muy especial, al tener que utilizar ese último momento que queda de luz, antes de los baños y las cenas, además de la preparación de las mochilas y poco a poco van desapareciendo todos los de la historia y es cuando aparecen los suelos, repletos de un sinfín de papelillos y restos de lo que momentos antes había sido un jolgorio.
Y fué entonces, cuando me encontraba sentado frente a todo ese espectáculo, cuando sentí una pequeña brisa que rozaba mi espalda, quizás porque no había nadie más, salvo el personal del club que comenzaba con la limpieza, mientras podían verse los primeros síntomas de penumbra que anunciaba el final de la tarde, y al ver cómo retiraban esos pequeños trocitos de papel, me hicieron tener la sensación, de estar viendo que en realidad, estaban recogiendo las primeras hojas caídas de esos árboles del verano que sintiendo su primera soledad hasta el próximo año, para mostrar su tristeza y añoranza, muestran de ese modo, que ha llegado el otoño, social.
